En el Congreso Internacional sobre la Evangelización Mundial, celebrado en la ciudad suiza de Lausana en julio de 1974, cerca de 2700 líderes evangélicos representantes de 150 países se reunieron bajo la consigna “Que el mundo oiga la voz de Dios”. Al cierre, suscribieron lo que se conoce como el Pacto de Lausana. En una de sus secciones declara que “la evangelización y la acción social y política son parte de nuestro deber cristiano”.
Resulta claro que un genuino compromiso social cristiano abarca tanto el servicio social como la acción social, entendiéndose el primero como la asistencia a las necesidades humanas y el segundo, la eliminación de las causas de esa necesidad.
Es evidente –y en eso hemos fallado la mayoría de los creyentes– que hay casos en que las necesidades no pueden aliviarse si no es mediante la acción política. En ese sentido, debemos mirar más allá de los individuos a las estructuras, más allá de la rehabilitación de los presos a la reforma del sistema carcelario, más allá de la ayuda a los pobres a la transformación de los sistemas económicos y políticos.
¿Cuál es, entonces, el fundamento bíblico para la acción social y política? ¿Por qué deben participar los cristianos?
Para poder esbozar una respuesta, el reverendo John Stott recurre a varias doctrinas bíblicas. Para nuestra reflexión vamos a recurrir a dos de ellas que, en teoría, todos aceptamos.
I. La doctrina de Dios
Primero, necesitamos una doctrina de Dios más completa. Pues tenemos la tendencia a olvidar que a Dios le interesa toda la humanidad y la vida humana en todas sus facetas. Este concepto tiene consecuencias importantes sobre nuestro pensamiento.
En primer lugar, Dios es el Dios de la naturaleza, además de ser el Dios de la religión. Dios creó el universo, lo sustenta y lo declaró “bueno” (Génesis 1:31). A Dios lo empequeñecemos cuando lo hacemos exclusivamente el Dios que está detrás de nuestra vida religiosa. Por supuesto que le interesa nuestra vida devocional, pero si se relaciona con toda la vida. Según la enseñanza de los profetas del Antiguo Testamento y Jesús, Dios cuestiona la religión si esta se reduce a cultos religiosos divorciados de la vida real, del servicio en amor y de la obediencia moral interior. “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre –dice Santiago 1:27- es ésta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo”. Si lo que hacemos y decimos en nuestra vida religiosa, pública y privada no tiene una correspondencia con nuestra vida real, es pura hipocresía, que es la actitud que Dios más critica.
En segundo lugar, Dios es el Dios de la creación, además de ser el Dios del pacto. Los creyentes del Antiguo y del Nuevo Testamento hemos cometido el mismo error de reducir a Dios a una deidad local, como hizo el pueblo de Israel, o al Dios de la iglesia. Pero la Biblia comienza con las naciones, no con Abraham; con la creación, no con el pacto. Además, cuando Dios eligió al pueblo de Israel, no se olvidó de las otras naciones. Y aún más, prometió que, al bendecir a Abraham y a su descendencia, iba a bendecir a todas las familias de la tierra, y que un día restaurará aquello que la caída arruinó, restituyendo la perfección de todo lo creado.
En tercer lugar, Dios es el Dios de la justicia, además de ser el Dios de la justificación. Es el Dios salvador de los pecadores, pero también le importa que la vida comunitaria del creyente se caracterice por la justicia (Salmos 146:7-9). En los capítulos 1 y 2 del libro del profeta Amós, Dios dirige sus juicios primeramente a las naciones vecinas y luego a Judá e Israel, por su falta de justicia. Al Dios de la Biblia le interesa todo lo “sagrado” y lo “secular”, no sólo la religión sino la naturaleza, no sólo el pueblo del pacto sino todos los pueblos, no sólo la justificación sino también la justicia social en toda comunidad. De manera que no debemos limitar sus intereses. (1)
II. La doctrina del hombre
Cuanto más alto sea nuestro concepto del hombre, cuanto más alto sea el valor que le damos al ser humano, mayor será nuestro deseo de servirle. Los creyentes, a diferencia de los humanistas, tenemos una base más sólida para el servicio a nuestros semejantes. Los seres humanos son seres creados a la imagen de Dios, que por lo tanto poseen capacidades únicas que los distinguen del resto de la creación.
Esta criatura de semejanza divina no es sólo alma, para que nos ocupemos solamente de su vida espiritual, ni sólo cuerpo, para que atendamos sus necesidades físicas, ni sólo seres sociales, para que nos limitemos a asistirlos en sus problemas comunitarios. Desde una perspectiva bíblica comprenden estos tres aspectos, y es por eso que debemos prestar atención a la evangelización, a la asistencia y al desarrollo.
En la base de cada uno de nuestros pensamientos y acciones subyace una teoría. Puede ser que no seamos conscientes de ello en cada caso, pero nada expresa más claramente nuestra escala de valores como nuestras acciones. Y salvo que tengamos personalidades divididas, debe haber una relación entre nuestros principios éticos y nuestros pensamientos; por ende, nuestra conducta moral.
Como creyentes, tenemos una base objetiva para nuestras normas éticas: la revelación de Dios. Creemos firmemente que Dios ha revelado quién es Él, quiénes somos los hombres y cuáles son las pautas para relacionarnos, no sólo con Dios sino también con los demás seres humanos. El sistema de valores del cristiano no surge a partir de especulaciones intelectuales o del pragmatismo circunstancial.
En este sentido, la acción política de los creyentes se concentra en lograr que, a través de la persuasión, la justicia de Dios sea una realidad en la tierra. Lo que Dios considera justo tiene implicancias directas sobre la acción política. Les toca a los creyentes guiar a la sociedad para que ésta tenga conceptos claros sobre lo que está bien o está mal. La justicia de Dios tiene que ver con la defensa de los derechos de los desposeídos, con el dictado de leyes que salvaguarden la dignidad del trabajo, con el manejo honesto de los fondos públicos, con el resguardo de la salud psicológica, física y espiritual de la población, con el mantenimiento de la paz y el respeto universal.
Por todo lo anterior es que considero que no hay “políticos creyentes” sino creyentes con vocación política.
Me resulta difícil pensar que podría “hacer” política, sin a la vez “hacer” religión. El creyente sólo puede reflejar su acción política, para que ésta sea coherente, a partir de sus principios éticos.
Considero que la Mesa Interreligiosa es un espacio de reflexión a partir de nuestra fe, en el contexto de la Coalición Cívica.
Aceptamos como base de la reflexión la interpretación teológica de nuestra fe, y los mandatos éticos que surgen de ella.
Alardeamos mucho sobre nuestra democracia, pero como pueblo hemos dado la espalda a todas aquellas convicciones sin las cuales la democracia carece de sentido.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, Europa estaba en ruinas, no sólo en lo material sino también moralmente y espiritualmente. Muchos llegaron a la conclusión –acertadamente– de que el problema principal de ese momento era el problema ético, y que no importaba cuáles fueran las soluciones socio-económico-políticas que adoptaran para la reconstrucción de los países afectados por la guerra si no se recuperaba un credo ético que pudiera dar una clara y definida dirección moral.
En esa encrucijada de la historia, el teólogo Elton Trueblood expresó en su libro “Bases para la reconstrucción”:
“Afortunadamente, no necesitamos entregarnos a la búsqueda de tal credo moral. Ya lo tenemos. Tenemos un racimo de convicciones que forman la trama de nuestra cultura. Una de las formas en que puede ser restaurada y reinterpretada para nuestra época la fe fundamental es intentando formular los principios morales que durante casi dos mil años han constituido la norma principal de conducta de la vida occidental. Muchas generaciones dieron su asentimiento consciente a dichos principios, y otras los aceptaron implícitamente como criterio de apreciación de la vida común. Un hecho importante en relación con estos principios es que ellos constituyen un elemento de consolidación de nuestra vida cultural. Los tres grupos principales de nuestra tradición espiritual –judíos, católicos romanos y protestantes– aceptan su validez”. (2)
Considero:
- Que nuestro país está en decadencia: política, económica, de liderazgo y principalmente moral y espiritual
- Que es necesario encontrar las bases para la reconstrucción
- Que la ley moral de Dios, sintetizada en los Diez Mandamientos, constituyen la más sucinta y clara expresión de principios éticos aceptados por la gran mayoría de nuestra población
- Que, por lo tanto, es nuestra tarea como creyentes herederos de la tradición judeocristiana, reflexionar sobre la reinterpretación de los Mandamientos a la luz de nuestra realidad contemporánea, recordando que lo importante no es la declaración formal de los mismos sino el concepto esencial que cada uno de ellos contiene.
(2) TRUEBLOOD, Elton. Bases para la reconstrucción” Editorial “La Aurora”, Bs.As. 1947, pp.15/16
Pedro Gilaberte, en la reunión de la Mesa del 7 de marzo de 2009
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