TEMA: "Nuestro pasado, nuestro futuro y nuestra visión para Estados Unidos"
28 de junio de 2006
Discurso central para “Call to Renewal”
Texto completo
Buenos días. Agradezco la oportunidad de hablar aquí, en la conferencia “Construyendo un Pacto para un Nuevo Estados Unidos” de Call to Renewal. He tenido la oportunidad de leer su Pacto para un Nuevo Estados Unidos. Está lleno de excepcionales políticas y recetas para mucho de lo que aflige a este país. Así que quisiera felicitarlos a todos por las reflexivas presentaciones que han hecho hasta ahora sobre la pobreza y la justicia en Estados Unidos, y por traer estos temas candentes a los líderes políticos aquí en Washington.
Pero hoy me gustaría hablar sobre la relación entre la religión y la política, y tal vez ofrecer algunos pensamientos acerca de cómo podemos examinar algunas de las frecuentemente amargas discusiones que hemos visto en los últimos años.
Lo hago porque, como todos ustedes saben, podemos afirmar la importancia de la pobreza en la Biblia, y podemos presentar y circular este Pacto para un Nuevo Estados Unidos. Podemos hablar con la prensa y podemos discutir el llamado religioso de abordar la pobreza y la mayordomía ambiental todo lo que queramos, pero no tendrá un impacto a menos que encaremos de frente la desconfianza mutua que a veces existe entre el Estados Unidos religioso y el Estados Unidos secular.
Quiero darles un ejemplo de lo que creo ilustra este hecho. Como algunos de ustedes saben, durante las elecciones generales de 2004 para el Senado competí contra un caballero llamado Alan Keyes. El señor Keyes conoce bien el estilo retórico de Jerry Falwell y Pat Robertson que acostumbra rotular a los progresistas como inmorales y ateos.
El hecho es que el señor Keyes anunció al final de la campaña que “Jesucristo no votaría por Barack Obama. Cristo no votaría por Barack Obama porque Barack Obama se ha comportado de una forma que es inconcebible que Cristo se hubiera comportado”.
“Jesucristo no hubiera votado por Barack Obama”.
Ahora bien, varios de mis seguidores liberales me instaron a no tomar en serio esta afirmación, que la ignorar, en esencia. Para ellos, el señor Keyes era un extremista y no valía la pena ocuparse de sus argumentos. Y, como en ese momento tenía una ventaja de 40 puntos en las encuestas, probablemente no era un mal consejo estratégico.
Pero lo que ellos no entendían era que yo tenía que tomar en serio al señor Keyes, porque él decía hablar en nombre de mi religión y de mi Dios. Afirmaba conocer ciertas verdades.
“El Sr. Obama dice que es un cristiano”, decía este hombre, “pero apoya un estilo de vida que la Biblia denomina abominación”.
“El Sr. Obama dice que es un cristiano, pero apoya la destrucción de vida inocente y sagrada”.
Así que, ¿que habrían querido mis seguidores que diga? ¿Cómo debería responder? ¿Debería decir que una lectura literalista de la Biblia era insensata? ¿Debería decir que el señor Keyes, que es un católico romano, debería ignorar las enseñanzas del Papa?
Como no estaba dispuesto a recorrer ese camino, contesté con lo que ha sido la típica respuesta liberal en esta clase de debates: que vivimos en una sociedad pluralista, que no puedo imponer mis propios puntos de vista religiosos sobre otros, que estaba postulándome para ser el senador nacional de Illinois y no para ser el pastor de Illinois.
Pero la acusación implícita del señor Keyes de que yo no era un verdadero cristiano me molestó, y estaba consciente también de que mi respuesta no tomaba en cuenta correctamente el papel que mi fe tiene para guiar mis propios valores y creencias.
Ahora bien, mi dilema no era para nada único. De una forma, reflejaba el debate más amplio que hemos estado teniendo en este país durante los últimos treinta años sobre el papel de la religión en la política.
Los expertos y encuestadores han estado diciendo por un tiempo a esta parte que la línea divisoria política en este país ha sido marcadamente religiosa. Por cierto, la mayor brecha en la afiliación partidaria entre los estadounidenses blancos hoy no es entre hombres y mujeres, o entre quienes viven en los estados denominados rojos o azules, sino entre quienes asisten a la iglesia regularmente y los que no lo hacen.
Los líderes conservadores han estado más que satisfechos en explotar esta brecha, recordando consistentemente a los cristianos evangélicos que los Demócratas no respetan sus valores y no quieren a su iglesia, a la vez que sugieren al resto del país que los estadounidenses religiosos sólo están interesados en temas como el aborto y el matrimonio homosexual, la oración en las escuelas y el diseño inteligente.
Los Demócratas, por lo general, han mordido el anzuelo. En el mejor de los casos, intentamos eludir por completo la conversación acerca de valores religiosos, temerosos de ofender a alguna persona y diciendo que, independientemente de nuestras creencias personales, los principios constitucionales atan nuestras manos. En el peor de los casos, hay algunos liberales que descartan la religión en público como inherentemente irracional o intolerante, insistiendo en una caricatura de los religiosos estadounidenses que los pinta como fanáticos, o piensan que la palabra “cristiano” describe a sus adversarios políticos y no a personas de fe.
Ahora bien, esta clase de estrategias de evitación podrán funcionar para los progresistas cuando nuestro oponente es Alan Keyes. Pero, a la larga, creo que cometemos un error cuando no reconocemos el poder de la fe en la vida de las personas –en la vida de estadounidenses– y creo que es hora de que tengamos un serio debate acerca de cómo reconciliar la fe con nuestra democracia moderna y pluralista.
Y, si queremos hacerlo, primero necesitamos entender que los estadounidenses son un pueblo religioso. El 90 por ciento de nosotros creemos en Dios, el 70 por ciento está afiliado a la religión organizada, el 38 por ciento se autodenominan cristianos comprometidos y hay considerablemente más personas en Estados Unidos que creen en ángeles que en la evolución.
Esta tendencia religiosa no es simplemente producto del marketing exitoso de hábiles predicadores o de la atracción de las populares megaiglesias. En realidad, habla de un hambre que es más profundo que esto, un hambre que va más allá de cualquier tema o causa específicos.
Cada día, al parecer, miles de estadounidenses se dedican a sus ocupaciones diarias –dejan a los hijos en la escuela, van en coche a la oficina o en avión a una reunión de negocios, van de compras al centro comercial, tratan de seguir sus dietas– y se están dando cuenta de que les falta algo. Están decidiendo que sus trabajos, sus posesiones, su mera actividad, no son suficientes.
Quieren un sentido de propósito, un arco narrativo para sus vidas. Están buscando aliviar una soledad crónica, una sensación apoyada por un estudio reciente que muestra que los estadounidenses tienen menos amigos cercanos y confidentes que nunca antes. Así que necesitan una seguridad de que alguien allá fuera está interesado en ellos, los está escuchando; que no están destinados simplemente a transitar esa larga ruta hacia la nada.
Y hablo con cierta experiencia en este tema. No fui criado en un hogar particularmente religioso, que seguramente no es el caso de muchos entre este público. Mi padre, que volvió a Kenia cuando yo tenía sólo dos años, nació musulmán pero se volvió ateo de adulto. Mi madre, cuyos padres eran bautistas y metodistas no practicantes, fue probablemente una de las personas más espirituales y amables que haya conocido jamás, pero creció con un saludable escepticismo de la religión organizada. En consecuencia, yo hice lo mismo.
Recién después de la universidad, cuando fui a Chicago a trabajar como organizador comunitario para un grupo de iglesias cristianas, me vi confrontado con mi propio dilema espiritual.
Estaba trabajando con iglesias, y los cristianos con los que trabajaba se reconocían en mí. Sabían que yo conocía su Libro, que compartía sus valores y que cantaba sus canciones. Pero percibían que había una parte de mí que permanecía distante, ajeno, que era un observador en medio de ellos.
Y, con el tiempo, llegué a darme cuenta de que algo estaba faltando también, que sin un receptáculo para mis creencias, sin un compromiso con una comunidad de fe concreta, en algún nivel siempre permanecería aparte, y solo.
Y de no haber sido por las características específicas de la iglesia históricamente negra, podría haber aceptado este destino. Pero, con el pasar de los meses en Chicago, me encontré atraído, no sólo a trabajar con la iglesia sino a estar en la iglesia.
Por una parte, creía y sigo creyendo en el poder de la tradición afroestadounidense para impulsar el cambio social, un poder hecho realidad por algunos de los líderes presentes hoy. Gracias a su pasado, la iglesia negra entiende de una forma íntima el llamado bíblico a alimentar a los hambrientos, vestir a los desnudos y desafiar a los poderes y principados. Y en sus luchas históricas por la libertad y los derechos del hombre pude ver la fe como más que sólo consuelo para los cansados o una protección ante la muerte, sino más bien un agente activo y palpable en el mundo. Y una fuente de esperanza.
Y tal vez fue a partir de este íntimo conocimiento de la adversidad –la cimentación de la fe en la lucha– que la iglesia me ofreció una segunda perspectiva que considero importante enfatizar hoy.
La fe no significa que uno no tiene dudas.
Uno necesita acudir a la iglesia en primer lugar precisamente porque uno es primeramente de este mundo, no está aparte de él. Uno necesita aceptar a Cristo precisamente porque tiene pecados que lavar, porque es humano y necesita un aliado en esta difícil travesía.
Fue gracias a estas nuevas comprensiones que finalmente pude un día pasar al frente en la iglesia Trinity United Church of Christ, en 95th Street, en el barrio de South Side de Chicago y afirmar mi fe cristiana. Surgió como una elección, y no como una epifanía. No me caí en la iglesia. Las preguntas que tenía no desparecieron mágicamente. Pero, arrodillado bajo la cruz de South Side, sentí al espíritu de Dios llamándome. Me sometí a su voluntad y me dediqué a descubrir su verdad.
Ese es un camino que han recorrido millones de millones de estadounidenses: evangélicos, católicos, protestantes, judíos y musulmanes por igual. Algunos desde la cuna, otros en momentos trascendentales de sus vidas. No es algo que separan del resto de sus creencias y valores. De hecho, es lo que a menudo impulsa sus creencias y sus valores.
Y es por eso que, si realmente esperamos hablar a las personas donde se encuentran, comunicar nuestras esperanzas y valores de una forma que sea pertinente a sus propias esperanzas y valores, entonces, como progresistas, no podemos abandonar el campo del discurso religioso.
Porque cuando ignoramos el debate acerca de lo que significa ser un buen cristiano o musulmán o judío, cuando hablamos de la religión sólo en el sentido negativo de dónde o cómo no debe ser practicada, en vez del sentido positivo de lo que nos dice acerca de nuestras obligaciones mutuas, cuando evitamos lugares religiosos y transmisiones religiosas porque damos por sentado que no seremos bienvenidos, otros llenarán el vacío, los que tienen puntos de vista más insulares de la fe, o los que usan la religión cínicamente para justificar fines partidarios.
En otras palabras, si no nos acercamos a los cristianos evangélicos y otros estadounidenses religiosos y les decimos lo que apoyamos, entonces los Jerry Falwell, los Pat Robertson y los Alan Keyes seguirán imperando.
Más fundamentalmente, la incomodidad de algunos progresistas con cualquier indicio de religión a menudo nos ha impedido abordar eficazmente temas en términos morales. Parte del problema aquí es retórico: si despojamos al lenguaje del contenido religioso, perdemos el simbolismo y la terminología a través de los cuales millones de estadounidenses entienden tanto su moral personal como la justicia social.
Imagine el Segundo Discurso Inaugural de Lincoln sin referencias a “los juicios del Señor”. O el discurso de King “Yo tengo un sueño” sin referencias a “todos los hijos de Dios”. Sus invocaciones a una verdad superior ayudaron a inspirar lo que parecía imposible y llevó a la nación a abrazar un destino común.
Sin embargo, el hecho de no recurrir a los fundamentos morales de la nación por parte de los progresistas no es simplemente retórico. Nuestro temor a sonar como predicadores podría llevarnos también a desechar el papel que juegan los valores y la cultura en algunos de nuestros problemas sociales más urgentes.
Después de todo, los problemas de la pobreza y el racismo, la falta de seguro o de empleo, no son simplemente problemas técnicos que esperan el plan perfecto de diez puntos. Están arraigados tanto en la indiferencia social como en la insensibilidad individual, en las imperfecciones del hombre.
Resolver estos problemas requerirá cambios en la política del gobierno, pero requerirá también cambios en los corazones y cambios en las mentes. Yo creo que debemos mantener las armas fuera de nuestros centros urbanos y que nuestros líderes deben decirlo frente a las presiones de los fabricantes de armas, pero también creo que cuando un pandillero dispara a una multitud indiscriminadamente porque siente que alguien le faltó el respeto, tenemos un problema moral. Hay un agujero en el corazón de ese joven, un agujero que el gobierno solo no puede arreglar.
Creo en la implementación vigorosa de nuestras leyes contra la discriminación. Pero también creo que una transformación de la conciencia y un compromiso genuino con la diversidad de parte de los máximos responsables de las empresas de la nación podrían producir resultados más rápidos que un batallón de abogados. De todos modos, ellos tienen más abogados que nosotros.
Creo que debemos dedicar más dólares de nuestros impuestos para educar a niñas y niños pobres. Creo que la obra que Marian Wright Edelman ha hecho toda su vida es inequívocamente cómo debemos priorizar nuestros recursos en la nación más rica de la tierra. También pienso que debemos darles la información sobre contracepción que pueda evitar embarazos no deseados, reducir las tasas de abortos y ayudar a asegurar que todo hijo sea amado y valorado.
Pero, saben, mi Biblia me dice que si educamos a un niño en el camino que debe seguir, cuando sea mayor no se alejará de él. Así que creo que la fe y la orientación pueden ayudar a fortalecer la autoestima de una joven, el sentido de responsabilidad de un joven y un sentido de reverencia que todos los jóvenes deberían tener por el acto de intimidad sexual.
No estoy sugiriendo que todo progresista de pronto se ponga a usar terminología religiosa; eso puede ser peligroso. Nada es más transparente que las expresiones de fe inauténticas. Como mencionó Jim, algunos políticos vienen y aplauden –fuera de ritmo– con el coro. No necesitamos eso.
De hecho, porque no creo que los religiosos tengan un monopolio de la moral, prefiero que una persona fundamentada en la moral y la ética, y que sea secular también, afirme su moral, su ética y sus valores sin simular ser algo que no es. No necesita hacerlo. Ninguno de nosotros necesita hacerlo.
Pero, lo que estoy sugiriendo es esto: los secularistas están equivocados cuando piden a los creyentes que dejen su religión en la puerta antes de entrar al ambiente público. Frederick Douglas, Abraham Lincoln, Williams Jennings Bryant, Dorothy Day, Martin Luther King –por cierto, la mayoría de los grandes reformadores de la historia estadounidense– no sólo fueron motivados por la fe, sino que usaron repetidamente lenguaje religioso para argumentar a favor de sus causas. Así que decir que los hombres y mujeres no deberían inyectar su “moral personal” en los debates de política pública es un absurdo práctico. Nuestra ley es, por definición, una codificación de la moral, gran parte de la cual está basada en la tradición judeocristiana.
Además, si los progresistas nos despojamos de algunos de estos prejuicios, podríamos reconocer algunos valores que comparten tanto las personas religiosas como seculares que se superponen cuando se trata de la dirección material y moral de nuestro país. Podríamos reconocer que el llamado al sacrificio en aras de la próxima generación, la necesidad de pensar en términos de “tú” y no sólo de “yo”, resuena en congregaciones religiosas de todo el país. Y podríamos darnos cuenta de que tenemos la capacidad de acercarnos a la comunidad evangélica e interactuar con millones de estadounidenses religiosos en el proyecto mayor de la renovación estadounidense.
Algo de esto ya está comenzando a ocurrir. Pastores amigos míos como Rick Warren y T.D. Jakes están usando sus grandes influencias para confrontar el SIDA, el alivio de la deuda del tercer mundo y el genocidio de Darfur. Pensadores y activistas religiosos como nuestros buenos amigos Jim Wallis y Tony Campolo están presentando el mandato bíblico de ayudar a los pobres como una forma de movilizar a los cristianos contra recortes de presupuesto para programas sociales y la creciente desigualdad.
Y, dicho sea de paso, necesitamos cristianos en el Capitolio, judíos en el Capitolio y musulmanes en el Capitolio hablando del impuesto sobre bienes inmuebles. Cuando uno tiene un debate sobre el impuesto sobre bienes inmuebles que propone quitar un billón de dólares de programas sociales para que vayan a un puñado de personas que no los necesitan y ni siquiera los estaban pidiendo, sabe que necesitamos una inyección de moral en nuestro debate político.
En todo el país, iglesias individuales como la mía y la de ustedes están patrocinando programas de cuidado de día, construyendo centros para la tercera edad, ayudando a ex criminales a recuperar sus vidas, y reconstruyendo la costa del golfo en las secuelas del huracán Katrina.
Así que la pregunta es: ¿cómo seguimos construyendo sobre estas asociaciones aún provisorias entre personas de buena voluntad religiosas y no religiosas? Llevará más trabajo, mucho más trabajo del que hemos hecho hasta ahora. Las tensiones y las sospechas de cada lado de la línea divisoria religiosa deberán ser encaradas de frente. Y cada lado deberá aceptar algunas reglas básicas para la colaboración.
Si bien ya he hablado de parte del trabajo que los líderes progresistas necesitan hacer, quiero hablar un poco sobre lo que necesitan hacer los líderes conservadores, algunas verdades que necesitan reconocer.
Por un lado, necesitan reconocer el papel crítico que ha jugado la separación de la iglesia y el estado en preservar no sólo nuestra democracia, sino la robustez de nuestra práctica religiosa. La gente tiende a olvidar que, durante nuestra fundación, no fueron los ateos o los libertarios civiles los defensores más eficaces de la Primera Enmienda. Fueron las minorías perseguidas, fueron bautistas como John Leland, que no querían que las iglesias establecidas impusieran sus puntos de vista a personas que estaban saliendo alegremente a los campos para enseñar la Biblia a los esclavos. Fueron los antecesores de los evangélicos los más categóricos en cuanto a no mezclar el gobierno con lo religioso, porque no querían que una religión patrocinada por el estado obstacularizara su capacidad de practicar su fe como la entendían.
Además, cuando consideramos la creciente diversidad de la población estadounidense, los peligros del sectarismo nunca han sido mayores. Independientemente de lo que hayamos sido alguna vez, ya no somos una nación cristiana; somos también una nación judía, una nación musulmana, una nación budista, una nación hindú y una nación de no creyentes.
Y aun cuando sólo tuviéramos cristianos entre nosotros, si expulsáramos a todos los no cristianos de Estados Unidos de América, ¿cuál cristianismo deberíamos enseñar en las escuelas? ¿Seguiríamos el cristianismo de James Dobson o el de Al Sharpton? ¿Qué pasajes bíblicos guiarían nuestra política pública? ¿Deberíamos seguir a Levítico, que da a entender que la esclavitud está bien y que comer mariscos es una abominación? ¿Y Deuteronomio, que sugiere matar a pedradas a su hijo si se aparta de la fe? ¿O deberíamos simplemente ceñirnos al Sermón del Monte, un pasaje que es tan radical que dudo que nuestro propio Departamento de Defensa pudiera sobrevivir a su aplicación? Así que, antes de dejarnos llevar por la emoción, leamos nuestras Biblias. La gente no ha estado leyendo sus Biblias.
Esto me lleva a mi segundo punto. La democracia exige que las personas motivadas por la religión traduzcan sus inquietudes en valores universales antes que valores que sean específicos para su religión. Exige que sus propuestas sean sometidas a la discusión y sean susceptibles a la razón. Yo podría estar en contra del aborto por razones religiosas, pero si quiero que se promulgue una ley que prohíbe su práctica no puedo simplemente señalar las enseñanzas de mi iglesia o invocar la voluntad de Dios. Tengo que explicar por qué el aborto viola algún principio que sea accesible a las personas de todas las creencias, incluyendo las que no tienen ninguna creencia.
Ahora bien, esto será difícil para algunos que creen en la inerrancia de la Biblia, como ocurre con muchos evangélicos. Pero, en una sociedad pluralista, no tenemos opción. La política depende de nuestra capacidad de persuadirnos mutuamente de metas comunes basadas en una realidad común. Involucra acuerdos, el arte de lo posible. En algún nivel fundamental, la religión no permite transigir. Es el arte de lo imposible. Si Dios ha hablado, entonces se espera que sus seguidores cumplan son sus mandatos, independientemente de las consecuencias. Basar su propia vida en compromisos tan intransigentes puede ser sublime, pero basar la elaboración de nuestras políticas en esta clase de compromisos sería algo peligroso. Y, si tienen dudas, permítanme darles un ejemplo.
Todos conocemos la historia de Abraham e Isaac. Dios ordena a Abraham ofrecer a su único hijo y éste, sin discusiones, lleva a Isaac a la cima de un monte, lo ata al altar y levanta su cuchillo, dispuesto a acatar el mandato de Dios.
Por supuesto, al final Dios envía un ángel para interceder en el último instante, y Abraham aprueba el examen de devoción a Dios.
Pero es razonable decir que si alguno de nosotros al salir de esta iglesia viésemos a Abraham en el techo de un edificio alzando su cuchillo, como mínimo llamaríamos a la policía y esperaríamos que el Departamento de Servicios Familiares quitara a Isaac de Abraham. Lo haríamos porque no escuchamos lo que escucha Abraham, no vemos lo que ve Abraham, por más verdaderas que sean esas experiencias. Así que lo mejor que podemos hacer es actuar de acuerdo con aquellas cosas que vemos todos, y que oímos todos, sean leyes comunes o razón básica.
Finalmente, toda reconciliación entre la fe y el pluralismo democrático exige cierto sentido de proporción.
Esto va para ambos lados.
Aun aquellos que afirman la inerrancia de la Biblia hacen distinciones entre los mandatos escriturales, percibiendo que algunos pasajes –los Diez Mandamientos, digamos, o creer en la divinidad de Cristo– son centrales para la fe cristiana, mientras que otros son más específicos culturalmente y pueden ser modificados para adecuarse a la vida moderna.
El pueblo estadounidense lo entiende intuitivamente, que es la razón por la que la mayoría de los católicos practican el control de la natalidad y algunos de los que se oponen al matrimonio de homosexuales no obstante se oponen a una enmienda constitucional para prohibirlo. El liderazgo religioso no necesita aceptar esta forma de pensar al aconsejar a sus rebaños, pero deberían reconocerla en su accionar político.
Pero un sentido de proporción debería guiar también a quienes custodian las fronteras entre la iglesia y el estado. No toda mención de Dios en público es una fisura en el muro de separación; el contexto importa. Es dudoso que los niños que recitan el Juramento de Lealtad se sientan oprimidos o que les están lavando el cerebro por pronunciar la frase “bajo Dios”. No me ocurrió a mí. Que grupos de oración voluntarios de estudiantes usen predios escolares no debería ser una amenaza, así como su uso por los Republicanos Secundarios no debería ser una amenaza para los Demócratas. Y uno puede visualizar ciertos programas basados en la fe –dirigidos a ex criminales o abusadores de sustancias– que ofrecen una forma singularmente poderosa de resolver problemas.
Así que todos tenemos algo que hacer aquí. Pero tengo esperanzas de que podamos salvar las brechas que existen y superar los prejuicios que cada uno de nosotros trae a este debate. Y tengo fe en que millones de estadounidenses creyentes quieren que eso ocurra. No importa cuán religiosos puedan ser o no, la gente está cansada de ver cómo la fe es usada como herramienta de ataque. No quieren que la fe sea usada para subestimar o dividir. Están cansados de oír que la gente aporte más palabras que sustancia. Porque, en última instancia, no es la forma que consideran la fe en sus propias vidas.
Así que permítanme finalizar con solo una interacción más que tuve durante mi campaña. Unos pocos días después de ganar la nominación demócrata para mi carrera al senado de Estados Unidos, recibí un correo electrónico de un médico de la Escuela de Medicina de la Universidad de Chicago que decía lo siguiente:
"Felicitaciones por su abrumadora e inspiradora victoria en las primarias. Me alegré de votar por usted, y le digo que estoy considerando seriamente votar por usted en las elecciones generales. Escribo para expresar las inquietudes que tengo que podrían llegar a impedir que vote por usted”.
El médico se describió como un cristiano que entendía sus compromisos como “totalizadores”. Su fe lo llevaba a una fuerte oposición al aborto y al matrimonio homosexual, si bien decía que su fe lo llevaba también a cuestionar la idolatría del mercado libre y el recurso rápido al militarismo que parecía caracterizar gran parte de la agenda republicana.
Pero la razón por la que el médico estaba pensando no votar por mí no era simplemente mi postura sobre el aborto. Más bien, había leído una entrada que mi equipo de campaña había colocado en mi sitio Web que daba a entender que yo combatiría a los “ideólogos de derecha que quieren quitarle a la mujer su derecho a escoger”. El médico siguió escribiendo:
“Percibo que usted tiene un fuerte sentido de justicia… y también percibo que es una persona de criterio equilibrado con un alto concepto de la razón…Independientemente de sus convicciones, si realmente cree que las personas que se oponen al aborto son todas ideólogas impulsadas por deseos perversos de infligir sufrimiento a las mujeres, entonces, a mi juicio, no tiene un criterio equilibrado… Usted sabe que ingresamos a tiempos que están plenos de posibilidades para hacer el bien y para hacer daño, tiempos en los que estamos luchando por encontrarle sentido a una organización política común en el contexto del pluralismo, cuando estamos inseguros en cuanto a los fundamentos que tenemos para hacer afirmaciones que involucran a otros… No pido en este punto que usted se oponga al aborto, sólo que hable de este tema con palabras equilibradas”.
Palabras equilibradas.
Así que consulté mi sitio Web y encontré las palabras ofensivas. Para ser justos con mi personal de campaña, ellos las habían escrito usando terminología demócrata estándar para resumir mi postura pro-elección durante las primarias demócratas, en un momento en que algunos de mis oponentes estaban poniendo en tela de juicio mi compromiso con la defensa de Roe vs. Wade.
Sin embargo, cuando volví a leer la carta del médico, tuve una sensación de vergüenza. Esta es la clase de personas que están buscando una conversación más profunda y completa acerca de la religión en este país. Tal vez no cambien sus posturas, pero están dispuestas a escuchar y aprender de quienes están dispuestos a hablar con palabras equilibradas. De quienes saben del lugar central y asombroso que tiene Dios en las vidas de tantas personas, y que se rehúsan a tratar la fe como simplemente otro tema político para acumular puntos.
Así que le escribí al médico y le agradecí por sus consejos. El día siguiente circulé un correo electrónico entre mi personal y cambié las palabras de mi sitio Web para indicar en términos claros paro sencillos mi postura pro-elección. Y esa noche, antes de ir a la cama, hice una oración: pedí que pudiera extender la misma presunción de buena fe a los demás que el médico me había extendido a mí.
Y hago una oración cada noche. Es una oración que creo compartir con muchos estadounidenses. Una esperanza de que podamos vivir unos con otros de una forma que reconcilie las creencias de cada uno con el bien de todos. Es una oración que vale la pena hacer, y una conversación que vale la pena tener en este país en los meses y años venideros. Gracias.
Traducción: Alejandro Field
Artículo original: “Call to Renewal” Keynote Address
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